Érase una vez, en un encantador pueblo, vivía una madre devota que acudía diariamente al sagrado templo para elevar sus plegarias. Mientras ella se sumergía en la esencia pura de su fe, su hijo, un niño de alma curiosa, exploraba los misterios del arroyo, entretejiendo sueños con los carrizos que cortaba con esmero.

De repente, un sonido celestial atrajo la atención del pequeño: eran las campanas del templo, anunciando la llegada del mediodía. Sin dudarlo un instante, el niño dejó a un lado sus tareas y se lanzó en una audaz carrera, impulsado por el anhelo de vivir una emocionante aventura llena de risas y descubrimientos.

Llevando consigo sus preciados carrizos, el pequeño saludó alegremente a sus entrañables amigos: Valeria, cariñosamente apodada «Escuelita»; Mario, conocido como «Siki», un astuto e intrépido explorador; Wesley, apodado «Chivo», un travieso juguetón; y Ramón, el tierno ratoncito que siempre alegraba el vecindario.

Saltando y danzando por las calles empedradas, pasó frente a la panadería, donde el delicioso aroma del pan recién horneado acarició su corazón. Continuó su camino, pasando por la tortillería, la carnicería y la feria, dejándose envolver por la emoción de los juegos mecánicos. Montó con júbilo en los caballitos de madera, giró en la rueda de la fortuna y se deleitó en sus favoritas sillitas voladoras.

Entre risas y asombro, saludó a los encantadores personajes que le ofrecían delicias dignas de la infancia: don Luis, el amable vendedor de paletas, cuyos helados coloridos eran un regalo para los sentidos. Don Gabriel, el dueño de las manzanas enmieladas, cuyo dulce sabor invitaba a saborear la felicidad en cada jugoso mordisco. Don Tele, el maestro de los raspados, quien con sus manos mágicas creaba delicias congeladas que encantaban su paladar infantil. Y, por supuesto, no podía faltar su entusiasta saludo a don Cruz, el artista de los churros crujientes, cuyo irresistible aroma llenaba la plaza con un aire de deleite inigualable.

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Finalmente, regresó al templo, donde su madre, en profunda comunión, dedicaba su ser a la oración. Con pasitos suaves como terciopelo, el niño se acercó a su madre, procurando no interrumpirla. Al sentir la presencia de su adorado hijo, la madre acarició con infinito amor su mejilla, invitándolo a unirse a su plegaria.

Después de unos instantes de recogimiento, con cautela y gracia, el niño sacó uno de los carrizos de su bolsillo trasero y comenzó a entonar una melodía llena de inocencia. La madre, conmovida por aquel dulce sonido, le regaló una sonrisa tierna y, con delicadeza, tomó el flautín entre sus manos, guardando aquel tesoro musical.

Sin embargo, el entusiasmo del niño no se detenía, y una vez más, con un brillo travieso en sus ojos, sacó otro pitito de la misma bolsa. Con determinación y alegría, el niño inició una nueva melodía, llenando el espacio sagrado con notas mágicas y encantadoras. La madre, conmovida por aquel gesto tan tierno, no pudo evitar soltar una suave risa mientras, una vez más, tomaba el improvisado flautín de las manos del niño, asegurándose de que continuara el recogimiento en aquel lugar sagrado.

Así, transcurrieron los minutos mientras la madre elevaba sus súplicas y el niño, incansable, deslizaba sus melodías a través de sus carrizos. Sin cesar, la madre rezaba y el niño seguía disfrutando su música.

Al concluir sus oraciones, madre e hijo salieron del templo. La madre, conmovida por el espíritu juguetón de su niño, le devolvió los flautines, desatando la magia de su canto. En un espontáneo dueto, la madre entonó una melodía mientras el niño, pitaba tejiendo notas en el aire.

Juntos, con sus corazones rebosantes de armonía, regresaron a su hogar, envueltos en una canción que llenaba el camino y se esparcía en el viento.